De los malentendidos que rodean la lectura de 40 watt, tal vez el más inocente es el que propone leerlo como una novela en verso. Menos obvio y más decisivo me parece, en cambio, el que irradia desde su título mismo. Porque lo cierto es que, aunque la poca luz del título podría sugerir una vocación realista, de lo que se trata más bien, acá, es de nombrar el procedimiento. La lamparita de 40 watt es el equivalente del espejo convexo de Ashbery: el símbolo del artificio que sostiene esta escritura. A pesar, o más allá, de la nitidez, la plasticidad y el detalle de las descripciones, la penumbra o la media luz anunciada en el título de este libro es el símbolo de una voluntad de opacar. Luz y oscuridad: menos objetivista que barroco, barroso o manierista, Taborda anima en el lector una ilusión semejante a la de quien, agradando la imagen con un largavistas, cree poder acercarse a un detalle que permanece esencialmente inasible. La historia, la novela, en ese sentido, es una especie de trompe l’oeil, una profundidad ficticia en un escenario sobre el que se proyectan otras imágenes, por momentos alucinatorias, pesadillescas. Imágenes sobre imágenes: versos: paradoja de un libro que levanta, no sin alarde, una especie de gran aparato narrativo, para apoyarse al fin, sin embargo, en lo esencial de la poesía: el placer del verso. Luz, oscuridad, y en el corazón de esa oscuridad, un Kurtz de los arrabales de Rosario, del barro del Paraná, de las postrimerías del siglo XX.
Miguel Ángel Petrecca
3
Los indios en aquel arroyo – Graznidos – Ninguna araña boca arriba – Imposibilidad de estremecerse – Un signo ilegible
Miraban las aguas del arroyo.
No pescaban, podían quedarse sin lengua,
entre las matas de hojas punzantes
bastaba con esa ciénaga que parecía sin vida,
aguas servidas con destellos de oro
por la grasa, algún deshecho químico,
y había juncos de un verdor tan irreal
y prendidos a los tallos unos huevitos rosa.
Cuando estuve ahí a las dos semanas
se habían juntado enfrente más camalotes,
y contra los muros de la fábrica textil
volaban con apagados graznidos
unos pájaros negros, vulnerables,
y se posaban sobre las chapas retorcidas
y vigilaban el horizonte con aire torvo.
Yo no vi, o mejor, no quise ver
que algo fuera con tu casa sobre las espaldas,
o que hubiera una araña, boca arriba,
tejiendo en su tela mecida por el viento.
Ante ese rancherío sostenido por estacas
y toda esa mierda sobre un espejo convexo
no sé tampoco quién llegó a estremecerse;
si algo hizo que alguien se sintiera
girando, neutro, en la rueda sin destino.
Está bien que había perros y un cordero,
y cardos altos al borde del terraplén;
también un grupo de hombres encorvados
sentados sobre cajones de manzanas
—o neumáticos, no recuerdo con exactitud.
Pero si detrás de esa apariencia de sosiego
acechaba alguna especie de amenaza
mis ojos dieron vuelta y no la vieron.
La Feraud debe haber en sus salvajes visto
otra cosa que villeros en reposo:
ante todo un signo que suplicaba ser leído.
Y sobre el estanque, tibio y apestado,
aquel cielo cristalino debe haberle parecido
una mentira protectora, un manto.
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