En el espacio de un viejo teatro que funciona en un sótano, en diciembre de 2001, dos hombres y una mujer trabajan para un montaje sin saber que ellos mismos habrán de componer una estructura dramática. Son trabajadores que operan sobre la realidad propiamente escénica, concentrados en un espacio inasible, sin un trazado claro, aislados del exterior. La llamada realidad –la calle, la superficie de la ciudad– comienza a vociferar, se oyen gritos de un tumulto cuya índole es difícil de precisar. Allá, arriba, en la ciudad, caballos desaforados golpean sus cascos, la multitud amenaza con una avalancha.
El texto también trepida, es sinuoso su avance para nombrar el progresivo hundimiento, la anunciada destrucción.
Un libro fuerte, sin recompensas, consciente de la inminencia de algo, de un derrumbe que obliga a cerrar los ojos. Pero también a sostenerse entre pares.