Aquí estoy, todavía, subraya Alejandra Pizarnik en la última carta que le dirigió a Ivonne Bordelois en julio de 1972. Y aquí están, ambas, en esta correspondencia que podría denominarse inédita por el gesto que implica su publicación: el de restituir la conversación entre dos poetas pero, sobre todo, entre dos mujeres que supieron construir una amistad sostenida de la poesía, sin más agregados que el de las palabras que se dirigieron una a la otra durante 11 años. Aquí está, también, una faceta de Pizarnik que suele quedar ensombrecida detrás del mito de la poeta suicida: su ternura y su luminosidad, su gracia y su humor, su generosidad y su enorme capacidad de trabajo con el lenguaje. Quizás el género epistolar sea uno de los lugares privilegiados para revelar que no existe la correspondencia entre los seres humanos, y quizás por esa misma imposibilidad se insiste. Bordelois y Pizarnik se acercan y se alejan, tropiezan con silencios y con malentendidos, comparten los pormenores y las alegrías de la escritura, ofrecen un mapa fervoroso de la época –político, social, literario–, se encuentran y desencuentran en París, Buenos Aires y Nueva York. Pero en cada una de las cartas, lo que insiste, con amor y fidelidad, es ese aquí estoy, todavía. Ese es el gesto que hoy se renueva con este libro y nos estremece con la fuerza de su vigencia: hay conversaciones que duran toda la vida e, incluso, más allá de la muerte.
María Magdalena