Este es un libro sombrío que trata sobre el mal. Pero lo hace de una manera ridícula, es decir, involuntariamente cómica. No es que el libro sea involuntariamente cómico –todo parece bastante voluntario– ni que ridiculice el mal. Es más bien como si el mal mismo, en su funcionamiento, fuera involuntariamente cómico, y el libro, al acercarse a él en sus términos, lograra exponer su ridiculez.
¿En qué sentido el mal sería ridículo? El mismo libro podría responder: el mal es una máquina que puede actuar de una única manera, es decir que es predecible, y lo predecible es ridículo porque tiende a la repetición y a la muerte. El mal es el funcionamiento: no es un tema, no es algo, es una forma de funcionar de las cosas. Pero el libro no trata sobre el mal abstracto o general sino sobre un mal bastante específico: el mal de la comunidad, el que se produce por estar juntos, agrupados, e interactuar ridícula y malévolamente. ¿Qué somos juntos? ¿Cómo somos juntos? El libro dice, por ejemplo: “Se declara la pena de muerte postal. // Se constata el aplastamiento del mensaje. // Se reemplaza ‘acción’ por ‘conexión’. // Se espera en la puerta a conexión y se la asfixia. // Conexión transmuta en colmillos”. Y también dice: “Este mundo tenía simpatizantes, / en cambio el otro era el odiado, / la consecuencia es que / ya no existe ni uno ni otro”.
¿Y cómo podríamos estar juntos de otra manera? El libro no responde, pero sí se asombra: “qué muerto este y su carcasa, / ¿cómo no pudo expulsar el mal que le hinchaba el vientre?”. No pudo expulsar el mal, pero igualmente “reanudamos la marcha, / todos juntos, / nosotros con nosotros”, lo que podría llegar a ser una buena perspectiva, ya que el bien fue tragado “sin usar las muelas” y sus jugos “quedaron intactos, al menos en una primera etapa”.
Pablo Katchadjian