Rudy Foy vive en Nueva York y quiere comunicarse con Kevin Wafer de Palo Alto, California, pero no tiene teléfono. Recuerda que los vecinos del edificio de enfrente sí tienen uno y les pide que lo llamen a Kevin y le digan que hable lo más fuerte posible así logra escucharlo desde su ventana, pero lo ignoran bajando la persiana. Rudy va entonces hasta una cabina telefónica, pero tampoco consigue comunicarse con Kevin y encima queda atrapado dentro de la cabina. El técnico que se acerca para ayudarlo se olvidó las herramientas, pero tiene una grúa: se lleva a rastras la cabina con, por supuesto, él adentro. Rudy comienza así un viaje tan absurdo como hilarante, siempre con su máquina de escribir a cuestas que le permite ir escribiéndole a Kevin cada una de las aventuras que va viviendo en dieciséis cartas desopilantes. Stephen Dixon confirma en este libro que su imaginación no tenía límites y vuelve a sorprender con una historia fascinante que recuerda, en su lógica única –por momentos delirante, por momentos esquizofrénica–, el sinsentido inconfundible de Lewis Carroll. En tiempos de aparente conexión constante y omnipresente, Cartas a Kevin muestra un mundo de fallidos, derivas e interrupciones que se vuelve extrañamente familiar.