Una tarde muere y aparecen todas las preguntas pero también nuevas certezas. Es como aprender un lenguaje nuevo, el de la poesía. Ahora, Magalí Etchebarne tiene que desarmar la casa. Recorrerla de nuevo, una última vez, una vez más, vacía. Imposible no invocar a Anne Carson: “Si la prosa es una casa, la poesía es alguien en llamas corriendo a través de ella”. Pero, lo prefiera o no, este fuego está controlado. Es un fuego moderado por alguien que dispone de su propia desesperación. Un año se pasa de ser hija a poeta, y los versos se convierten en manotazos a la memoria de lo último pero también lo primero. Se trata de cruzar “una soga por el precipicio” olfateando cada rincón como un perro de caza, sabiendo que incluso así los olores se pierden, las voces quedan tal vez sólo en un casete, y que esa voz suena distinta del propio recuerdo. Armar un lexicón de gestos, lunares, palabras inventadas, cositas insignificantes, alimento para pájaros. Así se cocina una vida, así se tramitan los legados y los silencios: a fuego lento, cocinando al lobo de los fantasmas.
Marina Mariasch