Un desplazamiento de escena y llegamos a este mundo para el que Wilcock parece idealmente equipado. La presentación repite siempre la matriz: el nombre del monstruo y poco más de una página y media a la que una simulación descriptiva convierte en relato. Se trata de un minimalismo metódico, de una estilizada proyección. Solo la honestidad y la incredulidad de un escéptico pueden darle cabida. Como deudor y divulgador de Arcimboldo y de Borges, Wilcock traza el preciso retrato de monstruos que no olvidaremos. Se acostumbra en estos casos a enumerarlos, pero esta vez se prefiere tratar de desentrañar qué rara mezcla de desdén y ambición hizo que el autor, con la energía creadora habitual, los concibiera. Ese balance infrecuente entre los dones de los que se hace alarde y las contracciones súbitas del inventario nos precave acerca de la unidad. Pero con Wilcock tenemos nuevamente que continuar al acecho.
De acuerdo con una vieja boutade del autor, no estaríamos en presencia de una colección de fragmentos sino de un libro narrativo cuya secreta unidad consiste en el hecho de que sus personajes nunca llegan a encontrarse. Entre el destello descriptivo y la inscripción alegórica, perosobre todo entre el emblema, con el peso narrativo de su furia simbólica, y el croquis, con su velocidad sintomática de esquema incisivo, el autor se ufana de dejar a su paso una galería. En ella se reconocen la mayoría de las miserias y pequeñeces humanas, pero también, gracias al humor que todo transfigura, la grandeza literaria capaz de conducirnos del comienzo al fin con la mirada atenta y una sonrisa encantada.
J. Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires en 1919. Se recibió de ingeniero civil en 1943. Vivió un tiempo en Mendoza, donde trabajó en la construcción del ferrocarril trasandino, pero abandonó su profesión para dedicarse a la literatura. A partir de 1957 se estableció en Italia, y allí permaneció hasta su muerte, veintiún años después. En ese lapso escribió una obra narrativa admirable, que se agrega a una carrera poética brillante, pero inadvertida en la Argentina. Incursionó en todos los géneros literarios: poesía, relatos, novelas, teatro. También se desempeñó como traductor. De su obra narrativa, se destacan El caos (La Bestia Equilátera, 2015), El ingeniero, La sinagoga de los iconoclastas, El estereoscopio de los solitarios (La Bestia Equilátera, 2017), Hechos inquietantes y Los dos indios alegres. Cuando murió en 1978, Wilcock había convocado ya la curiosidad o provocado la admiración de la intelligentsia italiana (Pasolini, Calvino, Elsa Morante, Ruggero Guarini), pero nada había podido hacer con la local, provista siempre, en los casos en que debería suspenderla, de un solícito grado de suspicacia.