Si la tesis general de El mal inglés es que Shakespeare no siempre fue Shakespeare y que, más antes que tarde, será otro (“las ruinas a rumiar me han enseñado / que vendrá el Tiempo a arrebatar mi amor”, soneto 64), su hipótesis particular es que nuestro Shakespeare es un producto más bien reciente, resultado de las lecturas románticas de fines del siglo XVIII y principios del XIX. Ahí están Herder reconociendo esa impronta popular por la que Borges verá en Shakespeare a un proto-peronista, Coleridge y Wordsworth conmovidos por la potencia de su imaginación y Víctor Hugo asociando su escritura al carácter proliferante de lo vegetal. Pero ¿mantienen esas lecturas su vigencia porque el romanticismo, menos movimiento puntual que perspectiva, modula todavía el presente? Este libro, con su voluntad de dar cuenta del frenesí de una búsqueda personal, su entendimiento reflexivo de la literatura y, sobre todo, su tendencia expansiva capaz de incluir a Chespirito, a Schelling, a Johnson y Bloom, al Instituto Neumático, a Hazlitt y Aira, a Esquilo y Parra, al circo criollo y la Comedia del Arte, a Novalis, a Ginsberg y, por supuesto, a ese culebrón chileno de 2001 pleno en emoción, conflictos de clase y gemelos desencontrados titulado, espectacularmente, Amores de mercado, responde que sí.
Sergio Raimondi