En una pequeña aldea bielorrusa ocupada por los nazis, un maestro de escuela, a riesgo de ser considerado colaboracionista, decide continuar dando clases a sus alumnos. La traducción que ofrecía a los lectores del español la editorial soviética Ráduga, en la década del 70, ponía el argumento en esta clave: “El personaje de El obelisco, el maestro Moroz, quien participó en la guerra de guerrillas en el territorio ocupado de Bielorrusia, se desempeña resueltamente y de acuerdo con su conciencia, sin temor a pagar con su propia vida las verdades que enseña a los alumnos”. En 2015, El obelisco nos remite a la aldea como escenario de la vida cotidiana, incluso si esa vida implica la guerra, las relaciones en un mundo que no se rige por el código civil y comercial, y en donde los problemas, que no son otros que el hambre, el frío, la guerra y el miedo, se resuelven con comida, leña y compañía. Una forma de vida que parece imposible de recrear, si no es en el pasado o en un estado de excepción.
También está el tema de la construcción de la memoria del pueblo chico: el boca en boca, las marcas en el cuerpo, los recuerdos a partir de la geografía. Esto en una novela compleja, con relatos enmarcados unos dentro de otros, resuelta con una gran pericia narrativa. En El obelisco, novela en la gran tradición de la narrativa rusa, el maestro Moroz, héroe con conflictos morales pero moralmente intachable, les lee a sus alumnos La guerra y la paz. Y todavía hoy y aquí nos deja ver, mezclados con los destinos individuales que aprendimos a leer en las novelas, los restos de una voluntad colectiva de la literatura.