En 1985, mientras paseaba en una canoa por el Parque Nacional Kakadu, la filósofa y activista ecofeminista australiana Val Plumwood (1939-2008) sobrevivió inexplicablemente al ataque del reptil más grande del planeta, un cocodrilo de agua salada. El ojo del cocodrilo no vio nada de la excepcionalidad humana, ni de la dicotomía cultura/naturaleza, ni de la superioridad del alma sobre el cuerpo que organizan el pensamiento occidental. Plumwood vio en ese ojo que era una presa, que era alimento.
“¿Cómo había llegado a equivocarme tan terriblemente con respecto a mí misma, mi lugar y mi cuerpo? Es la pregunta que me hice con el típico espíritu de estupidez seria y desasosiego que tiende a arruinar los momentos finales. ¿Era un error filosófico sobre la identidad, sobre el ego concebido como una conciencia incorpórea, disociada del ego en cuanto que cuerpo material que nos provee de alimentos? ¿O era la idea de que los humanos son especiales, de que están separados y por encima de otros animales?”.
Hemos perdido contacto con la experiencia de que somos parte de la cadena alimentaria y con el imaginario de la relación entre el alimento y la muerte. Esta pérdida está en la base del antropocentrismo y el punto de vista del dominio que cuadriculan las relaciones con lo no humano, pero también con los grupos sociales sometidos. Está en la base de las prácticas de las granjas industriales y de la mercancía que llamamos “carne”, pero también del “veganismo ontológico” que reproduce todos los dualismos hegemónicos. Y por último, de nuestra relación negada con la muerte a través del “cielismo” o el materialismo vulgar. La experiencia de la mirada del cocodrilo se convierte en fuente de nuevas prácticas, representaciones y narrativas de nuestros vínculos con los animales y su muerte, de nuestras prácticas y concepciones funerarias, con el objetivo de recuperarnos de nuestra evidente incapacidad actual para integrarnos al entorno ecológico.