El teatro debe ser la piedra que rompe el espejo. Primero, hasta romper el espejo, el teatro es la piedra, luego de que lo rompe el teatro vuelve a ser el espejo, la piedra sigue su viaje en dirección al centro del misterio a donde van las fuerzas ciegas, el teatro queda en la superficie rota dando cuenta de los restos de una plenitud refleja y a la vez revelando lo que la sostenía como la naturaleza que estaba oculta, paralizada, tras la lápida reflejo. Al romperse el espejo ya nada queda en su lugar, los fragmentos flotan en distintos niveles, algunos dan vueltas, otros ya se han ido o se están yendo, todos forman parte de un conjunto conjurable, el momento anterior al piedrazo, una unidad ficcional en perdición. El teatro puede valerse de esa fuerza histórica desarticulada que daba consistencia al espejismo y que queda ahora como rémora, utilizarla para sus fines, emplearla para concitar caleidoscopicamente nuevas versiones de identidad y pertenencia, versiones que den cuenta a través de su forma de producción de otro nivel existencial, no el representado por los efectos de la escena, sino el que se presiente como fuente poética y política de esa teatralidad anti histórica, la fuerza ausente.
Pompeyo Audivert