Es fácil adivinar que hay dos ríos en esta historia: uno propio, en el sur, y uno ajeno, en el litoral. Ir hacia el río ajeno será remontarse en el conocimiento del origen más próximo, indagar en la escena donde los que nos precedieron abandonaron algo para ganar una vida propia. Una nieta recibe, sin pedirlo, un puñado de cartas de amor. Las cartas de ese amor que dejó atrás algo más que un río. Involucrarse con esas palabras le permitirá acceder a una forma de declarar sentimientos que la familia atesora en el silencio, y tratar de recuperar algo para sí misma. En el curso de esa investigación, a partir de las preguntas que se plantan para poder afirmarse, la joven creciente terminará construyendo su propia confluencia de las aguas de tan disímiles paisajes, generaciones y tiempos. Todo lo que no somos al final nos contesta, se revela como legado, solo que su respuesta es otro enigma que, gracias a la curiosidad, ahora nos pertenece. Nos alejamos para vivir, nos acercamos para entender, pero a todas partes llevamos un ceibal propio. Aunque haya que cultivarlo con mayor cuidado, siempre será, a nuestro lado, como silvestre.