Una mujer de vacaciones con su padre recién jubilado, su hijo adolescente y su marido súbitamente fanático de la vida alienígena. Sale a caminar por la playa y, en medio del calor agobiante, solo tiene una certeza: “yo me debería haber ido a juntar limones a Australia”. El divorcio de su mamá y la llegada de una nueva compañerita a su escuela obliga a una chica a cambiar su personalidad por otra más “intrigante y misteriosa”. Una adolescente trata de cultivar el estilo “Esperanza Post-Apocalíptica”: para ella lo peor ya pasó y ahora lo que toca es un nuevo amanecer donde no sea necesario vestir siempre de gris o de negro.
Los personajes de Gianina Covezzi están atrapados en circunstancias que no eligieron o que eligieron pero sin saber exactamente cuál era la letra chica de ese contrato que se obligaron a sí mismos a cumplir. A la deriva en un mundo que no terminan de entender y agotados de usar un disfraz que no les pertenece, tratan de reinventarse como pueden. Y, mientras tanto, miran con iguales dosis de piedad y de asco la resignación de los adultos que cabecean frente a sus televisores, duermen en el auto, o se esconden detrás de un diario abierto porque “en esta familia existe un ritual comunicativo que consiste en acorralarnos siempre en callejones sin salida”. Lo que los desespera, lo que intuyen pero no logran atrapar, es la certeza de que en los entretelones de esa cotidianidad rutinaria se esconde la posibilidad, esquiva y equívoca, de otra vida, una vida más feliz.
La sensibilidad con que Gianina nombra las dudas, los miedos y las ansias de sus personajes solo es equiparable al uso sutil que hace de los silencios: es en lo no dicho donde habita la oscuridad sensual de estas historias. Es en las sombras donde estos cuentos luminosos se vuelven lacónicamente eléctricos, rotundos y potentes como una caricia que creíamos amiga y que, sin saber cómo, de pronto es otra cosa: tal vez anhelo, tal vez rasguño.
Federico Falco