Ingrid y Jan llevan veinticinco años casados y, sobre el papel, son baby boomers modélicos: empleo estable, hijos sanos, buenas amistades, sexo ocasional pero regular, una casa en un bonito barrio de Oslo. Viven como la sociedad les ha dicho que hay que vivir, cumplen su papel de contribuyentes a un «vago y huidizo producto interior bruto», pero no logran desembarazarse de un sentimiento de inercia y decepción. Sus hijos, que ya tienen edad para ser tratados como adultos, se comportan como huéspedes de hotel. Para Ingrid, tanto la vida doméstica como la profesión docente han perdido el brillo que un día tuvieron.