Si hay una verdad de la poesía, una verdad difícil de definir, ésta se hace presente en la lectura o la escucha, entre el ritmo y el sentido. Verdad o autenticidad, la cualidad se destaca cuando el poema impone su propia voz como algo acuciante, algo del orden de la necesidad. Una voz se alza para decir lo que merece ser dicho. Y surge, no como grito, no como crudeza del lenguaje, sino formada en lo poético como interioridad de la poesía como práctica de la palabra.
Así se escuchan los poemas de Montserrat Alvarez: juegan con la tradición, a la vez que la reescriben; desde las coplas de Manrique, a los textos bíblicos, pasando por otras modulaciones, rescata la entonación de Villon, barriobajera, callejera, inclasificable, justamente, nómade entre tierras, grupos sociales e ideas, pero también el tono de la mujer reflexiva, filósofa, de las letras por excelencia, Juana Ramírez, conocida como sor Juana. Voces que en este caso se hacen un lugar en la más absoluta contemporaneidad para hacer de la poeta una vidente, una analista social, una crítica literaria y cultural, una militante, una humorista, es decir, una poeta, que va desde el latín erudito a la frase coloquial: “yo tampoco entiendo el mundo hermano” para poner en escena la dificultad de “preguntarse por el magnánimo absurdo que es un alma”.
Usuaria de un lenguaje social y de un paisaje textual, a la vez ajenos y propios, construye una voz única, que lee y reescribe en clave poética las cuestiones filosóficas esenciales: la relación con el cuerpo, con la divinidad, con la moral y, sobre todo, con la vida misma. A contrapelo de los aires de la época, y por eso encarnándolos en lo más profundo, invita a salir de la zona de confort, saltea los estereotipos, las fórmulas, los hábitos, se atreve a cuestionar a los maestros como Séneca o Epicuro, y hace su defensa encarnizada de la intensidad, el atrevimiento, al mismo tiempo que lleva a los lectores al abismo del profundo disgusto de sí de cuño baudelairiano, para mover conciencias muelles. (…)
— Anahí Mallol