“Pero quisiera que las manchas / fueran tan sólo manchas”, dice Santiago Loza en uno de sus poemas. Y aunque esté hablando de acuarelas podríamos rastrear esa premisa a lo largo de todo este libro: el tironeo entre desdibujar y bocetar un sentido. “Mis colores densos / se disuelven / con el pigmento en el agua”, y un rato después: “al final se trata de lograr / una imagen que importe”. Con tres o cuatro líneas tentativas Loza propone un conjunto completo. Con tres o cuatro imágenes precisas dibuja un núcleo emocional (y existencial). Hay un taller de pintura donde las tardes pasan, hay pedacitos de mundo como naturalezas muertas, finalmente hay paseos a la plaza, un viaje a Cuzco, unas horas en el hospital, la vuelta a casa en subte. La primera persona aparece intermitente, cambia de aspecto, de signo, se va. A veces el manchón central es el paisaje, y el paisaje es una tapa de desodorante, unas hormigas, lluvia, “el cielo, los edificios, todo eso”. Un ritmo lánguido pero decidido va sumando elementos y hasta despliega tramas en vaivén: microargumentos que –como en Brainard, como en Schuyler– hospedan, sin embargo, la vida entera.
Laura Wittner