“La violencia del mundo me pertenece”. Dedos que entran y salen, ojos que lamen, el poema es un glitch en la máquina. ¿Urbano? Que parezca un accidente. Adentro, detrás, la intimidad: microscopías del cuerpo deseante, instantáneas de un eros comestible. Batiendo el verso corto en un ritmo stacatto, el platillo de bronce del monosílabo interfiere el discurso. Jazz. Paf.
En estos poemas de Martina Juncadella, la palabra extranjera y la onomatopeya poguean con el habla al ritmo punk del hipérbaton barroco, tensando el sentido casi hasta lo ilegible. Y sin embargo, ahí está la imagen poética. Soberana en su música, intensa en su condensación, desnuda de relato pero velada por el hermetismo de la forma, la imagen muestra un real. El golpe no se cuenta; se hace sentir, resuena. El aburrimiento se saca fotos de palabras. El hambre entabla guerras en presente contra el refrán de la ancestra precavida y muerta. El largo de una expulsión se mide en canciones, y un nuevo vínculo de amor aloja todo incluso el asco, pero lo aloja empezando por el asco.
Yo vi a Martina tejer este libro, la vi nadar desde la ironía hasta el lirismo. Un logro literario que aplaudo de pie, honrada en mi rol de pusher de los conjuros que contiene.
Beatriz Vignoli