El mundo se muere. O quizá ya esté muerto, pero aún lo habitan sobrevivientes que pactan cómo morir de hambre, que defienden sus austeras posesiones, que rezan por los caminos y que abandonan a sus hijos, a veces para que tengan una vida mejor, a veces sencillamente por agotamiento. Ariadna Castellarnau conoce tan bien a estos seres desesperados que puede trazarlos con apenas latigazos de su prosa seca y por momentos intensamente bella: la mujer sin pierna, la mujer sin ojo, la niña albina, los jóvenes cazadores, el hermano responsable. Qué le ocurrió al mundo y por qué no es fundamental en la cartografía del desamparo de Quema: mucho más importante es qué hacer con los despojos, la mugre, esas hogueras en la noche, el lento abandono de la compasión y el gobierno de la tristeza. No se escribe mucha ciencia ficción posapocalíptica en español y hasta resulta injusto limitar a esta novela fragmentada, intensa y tenebrosa en ese subgénero: pero sí resulta justo decir que Castellarnau escribe sobre el fin como si lo conociera, como una testigo que sabe, intuye y lastima, que está rabiosa ante la muerte de la luz.
Mariana Enríquez.