El psicoanalista británico Wilfred Bion llamó reverie (del francés rêverie, ensoñación) a la función materna que habilita al bebé la transformación de afectos crudos en pensamientos. Ese es el título que eligió Beatriz Vignoli para esta autoficción sin ficción, cuya prosa se mueve entre lo narrativo y lo ensayístico, entre el original y la cita. El relato se dispara en un solsticio de invierno con la adopción de Didí, un gato de seis años que con su contundente corporalidad, sus maullidos y sus intervenciones en el teclado, repondrá el presente simple cada vez que el diario personal amague con convertirse en memoria o tratado. Los dos seres vivos -ambos en duelo- comparten un espacio doméstico, de cuya intimidad porosa se ausentará la autora en breves excursiones, obligada por su trabajo como crítica de arte o impulsada por el placer de caminar: visitas y paseos de los que trae fragmentos de discursos estéticos, míticos o políticos que suman incertidumbre a su revisión autobiográfica. Pero cada vez que todo se desbarranque hacia la tragedia, vendrá la voz escrita o narrada del animal (como un freno de mano) a interferir el soliloquio. La pregunta por los efectos de la violencia insiste, royendo una barrera ideológica invisible entre la novela familiar y la Historia, enunciando otra pregunta: ¿cuál es la diferencia entre sobrevivir y vivir?
Reverie es una novela-collage, una escritura-performance en tiempo real, una deriva que retoza con el significante, un texto cuyas instancias más experimentales obran como interrupción del yo y también como indicio de un compañero imprevisto, pero muy presente.